viernes, agosto 02, 2013

Alessandro Baricco: Novecento...


Dalí Salvador.

“Siempre sucedía lo mismo: en un momento determinado, alguien 
levantaba la cabeza… y la veía. Es algo difícil de comprender. Es decir… 
Éramos más de mil en aquel barco, entre ricachones de viaje, y emigrantes, 
y gente rara, y nosotros…Y, sin embargo, siempre había uno, uno solo, 
uno que era el primero… en verla. A lo mejor estaba allí comiendo, o 
paseando simplemente en el puente…, a lo mejor estaba allí colocándose 
bien los pantalones…, levantaba la cabeza un instante, echaba un vistazo al mar… y la veía. Entonces se quedaba como clavado en el lugar en que se encontraba, el corazón le estallaba en mil pedazos, y siempre, todas las 
malditas veces, lo juro, siempre, se volvía hacia nosotros, hacia el barco, 
hacia todos, y gritaba (suave y lentamente): América. Después permanecía allí, inmóvil, como si tuviera que salir en una fotografía, con cara de haber hecho a América él mismo. Por las tardes, después de trabajar, y los domingos, se había hecho ayudar por su cuñado, un albañil, buena persona…, al principio tenía pensado algo con aglomerado, pero luego… le fue cogiendo el tranquillo y se hizo las Américas…

El primero en ver América. En cada barco hay uno. Y no hay que pensar que son cosas que ocurren por casualidad, no…, y ni tan siquiera es cuestión de dioptrías: es el destino. Son gente que desde siempre tuvieron ese instante impreso en su vida. Y cuando eran niños, podías mirarlos a los ojos y, si te fijabas bien, ya veías América preparada para saltar, para deslizarse por los nervios y la sangre y yo qué sé, hasta el cerebro y desde allí a la lengua, hasta dentro de aquel grito (gritando), AMÉRICA, ya estaba allí, en aquellos ojos, desde niño, toda entera, América.
Allí, esperando.
Esto me lo enseñó Danny Boodmann T. D. Lemon Novecento, el pianista más grande que ha tocado en el océano. En los ojos de la gente puede verse lo que verán, no lo que han visto. Así decía: lo que verán.
Yo he visto muchas Américas… Seis años en aquel barco, cinco, seis viajes al año, de Europa a América, y de vuelta, siempre en remojo en el océano, cuando bajabas a tierra ni siquiera te veías capaz de mear derecho en el váter. Él estaba quieto, pero tú, tú seguías balanceándote. Porque es posible bajarse de un barco, pero del océano… Cuando subí, tenía diecisiete años. Y sólo había una cosa que me importaba en la vida: tocar la trompeta. Así que cuando me enteré de la historia esa de que estaban buscando gente para el barco a vapor, el Virginian, que estaba en el puerto, me puse en la cola. La trompeta y yo. Enero de 1927. Ya tenemos músicos, dijo el tipo de la compañía. Lo sé, y me puse a tocar. Se quedó allí mirándome fijamente sin mover ni un músculo. Esperó a que acabara sin decir una palabra. Después me preguntó:

- ¿Qué era eso?
- No lo sé.

Se le iluminaron los ojos.

- Cuando no sabes lo que es, entonces es jazz.

Después hizo algo raro con la boca, quizás era una sonrisa, tenía un diente de oro justo aquí mismo, tan en el centro que parecía que lo había puesto en el escaparate para venderlo.

- Van como locos por esa música ahí arriba.

Ahí arriba quería decir en el barco. Y aquella especie de sonrisa quería decir que me habían contratado.
Tocábamos tres, cuatro veces al día. Primero para los ricos de la clase de lujo, y luego para los de segunda, y de vez en cuando íbamos donde estaban aquellos pobres emigrantes y tocábamos para ellos, pero sin uniforme, tal como íbamos, y de vez en cuando tocaban ellos también con nosotros. Tocábamos porque el océano es grande y da miedo, tocábamos para que la gente no notara el paso del tiempo, y se olvidara de dónde estaba, y de quién era. Tocábamos para hacer que bailaran, porque si bailas no puedes morir, y te sientes Dios. Y tocábamos ragtime, porque es la música con la que Dios baila cuando nadie lo ve. Con la que Dios bailaría si fuera negro.

*****


Y, en fin, si alguien que toca la trompeta en un barco se encuentra en mitad de una tormenta a alguien que le dice “Ven”, el que toca la trompeta sólo puede hacer una cosa: ir. Y me fui tras él. Él caminaba. Yo… era un poco diferente, no tenía aquella compostura, pero en fin…, llegamos al salón de baile, y después, rebotando de una punta a otra, yo, obviamente, porque él parecía que tuviera raíles debajo de los pies, llegamos hasta cerca del piano. No había nadie por allí. Estaba casi a oscuras, sólo se veía alguna lucecita, aquí y allá. Novecento me señaló las patas del piano.
“Quítale los topes”, dijo. El barco bailaba que era una maravilla, costaba dios y ayuda permanecer de pie, desbloquear aquellas ruedecillas no tenía sentido.
        “Si te fías de mí, quítaselos.”
        Este hombre está loco, pensé. Y se los quité.
        “Y ahora ven y siéntate aquí”, me dijo en ese momento Novecento.
        No entendía adónde quería ir a parar, de veras, no lo entendía. Estaba allí, intentando mantener quieto aquel piano que empezaba a deslizarse como una inmensa pastilla de jabón de color negro… era una situación verdaderamente asquerosa, lo juro, metidos hasta el cuello en la tormenta y, por si no bastara, aquel loco, sentado en su taburete —otro hermoso jabón— y las manos en el teclado, quietas.
        “Si no te subes ahora, ya no podrás subir”, dijo el loco sonriendo. “Vale. Lo mandaremos todo a la mierda, ¿vale? Total, qué vamos a perder con subir, de acuerdo, venga, ya me he subido a tu estúpido taburete, y ahora, ¿qué?”
        “Y, ahora, no tengas miedo.”
        Y se puso a tocar.
(Empieza una música para piano solo. Es una especie de danza, vals, tranquilo y dulce)
        Vale, vale, nadie está obligado a creerlo y yo, a decir verdad, nunca me lo creería si me lo contaran, pero la verdad de los hechos es que aquel piano empezó a deslizarse sobre la madera del salón de baile, y nosotros detrás de él, con Novecento tocando, y no levantaba la vista de las teclas, parecía en otra parte, y el piano seguía las olas, e iba y venía, y giraba sobre sí mismo, se lanzaba directamente hacia los cristales, y cuando casi tocaba se paraba y caía dulcemente hacia atrás, ya digo, parecía que el mar lo acunara, y nos acunara a nosotros, y yo no entendía un carajo, y Novecento tocaba, no paraba de tocar, y parecía claro que no tocaba simplemente, estaba conduciendo aquel piano, ¿de acuerdo?, con las teclas, con las notas, no lo sé, lo llevaba a donde quería, era absurdo, pero así era. Y mientras dábamos vueltas y revueltas entre las mesas, rozando las lámparas y las butacas, comprendí que lo que estábamos haciendo en aquel momento, lo que de verdad estábamos haciendo, era bailar con el océano, nosotros y él, locos bailarines, y perfectos, abrazados en un vals turbulento, sobre el dorado parquet de la noche.
Oh yes

*****


El mar se ha despertado / el mar ha descarrilado / estalla el agua contra el cielo / estalla / aclara / arranca el viento nubes y estrellas / furibundo / se desata hasta cuándo / no se sabe / dura un día / acabará / mamá esto / no me lo habías dicho mamá / ro-ró ro-ró / te acuna el mar / y una mierda te acuna / furibundo / a tu alrededor / espuma y suplicio / loco el mar / hasta donde alcanza tu vista / sólo negro / y muros negros / y remolinos / y todos callados / esperando / que acabe de una vez / y naufragar / mamá yo no quiero hacer eso / quiero el agua mansa / que te refleja / quieta / estos / muros / absurdos / de agua / precipitándose / este ruido / quiero que vuelva el agua que tu sabías
quiero que vuelva el mar
silencio
luz
y peces voladores
por encima
volando.

*Alessandro Baricco (Turín, 1958)

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