lunes, junio 11, 2012

Fernando Pessoa: Crónica de la vida que pasa


 columna del 05/04/1915*

Recientemente, entre la polvareda de algunas campañas políticas, volvió a tomar relieve aquel grosero hábito de polemista que consiste en no consentir a una criatura que cambie de partido, una o más veces, o que se contradiga, frecuentemente. La gente inferior que utiliza opiniones continúa empleando ese argumento como si fuese despreciativo. Tal vez no sea tarde para establecer, sobre tan delicado asunto del trato intelectual, la verdadera actitud científica.
Si hay hecho extraño e inexplicable es que una criatura de inteligencia y sensibilidad se mantenga siempre sentada sobre la misma opinión, siempre coherente consigo misma. La continua transformación de todo se da también en nuestro cuerpo, y se da consecuentemente en nuestro cerebro. ¿Cómo entonces, sino por enfermedad, caer y reincidir en la anormalidad de querer pensar hoy lo mismo que se pensó ayer, cuando no sólo el cerebro de hoy ya no es el de ayer, sino ni siquiera el día de hoy es el de ayer? Ser coherente es una enfermedad, un atavismo, tal vez; data de antepasados animales en cuyo estadio de evolución tal desgracia sería natural.
La coherencia, la convicción, la certeza, son, además de eso, demostraciones evidentes –cuántas veces excusadas– de falta de educación. Es una falta de cortesía para con los otros ser siempre el mismo a la vista de ellos; es incomodarlos, afligirlos con nuestra falta de variedad.
Una criatura de nervios modernos, de inteligencia sin cortinas, de sensibilidad despierta, tiene la obligación cerebral de cambiar de opinión y de certeza varias veces en el mismo día. Debe tener, no creencias religiosas, opiniones políticas, predilecciones literarias, sino sensaciones religiosas, impresiones políticas, impulsos de admiración literaria.
Ciertos estados de alma de la luz, ciertas actitudes del paisaje tienen, sobre todo cuando son excesivos, el derecho de exigir a quien está frente a ellos determinadas opiniones políticas, religiosas y artísticas, aquellas que ellos insinúen, y que variarán, como es de entender, conforme ese exterior varíe. El hombre disciplinado y culto hace de su sensibilidad y de su inteligencia espejos del ambiente transitorio: es republicano a la mañana, y monárquico al crepúsculo; ateo bajo un sol descubierto y católico ultramontano a ciertas horas de sombra y de silencio; y no pudiendo admitir sino Mallarmé a aquellos momentos del anochecer ciudadano en que desabrochan las luces, debe sentir todo simbolismo una invención de loco cuando, ante una soledad de mar, no supiere más que de la Odisea.
Convicciones profundas, sólo las tienen las criaturas superficiales. Los que no miran hacia las cosas casi que las ven sólo para no tropezar con ellas, esos son siempre de la misma opinión, son los íntegros y los coherentes. La política y la religión gastan de esa leña, y es por eso que arden tan mal ante la Verdad y la Vida.
¿Cuando despertaremos en la justa noción de que política, religión y vida social no son más que grados inferiores y plebeyos de la estética: la estética de los que todavía no la pueden tener? Sólo cuando una humanidad libre de los prejuicios de la sinceridad y la coherencia haya acostumbrado a sus sensaciones a vivir independientemente, se podrá conseguir algo de belleza, elegancia y serenidad en la vida.
*Véase Críticas, ensayos, artículos y entrevistas, publicados por Ed. El Acantilado.

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