miércoles, octubre 05, 2011

María del Carmen Colombo: La inundación (fragmento)

Las primeras ráfagas  se desprendían del humoso corazón del cielo.  Eran como delgadas lenguas frías que atravesaban  la nube pegajosa en la que   estaba envuelta la ciudad a comienzos de esa primavera.
   Las banderas de los barcos habían dado la señal al retorcerse  en sus mástiles con furia; también, las ropas colgadas en las terrazas, convertidas en verdaderos fantasmas crucificados. Croaban las latas arrastradas sobre el empedrado y, de tanto en tanto, se escuchaba el rezongo hostil de los trastos acumulados al fondo de los patios.
  El aire en movimiento conmueve todo lo que toca. Hace hablar a cada cosa en su idioma propio. Así que nadie le dio importancia a esas señales.  Además,  el viento, cualquier viento, oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Un viento, cualquier viento. Pero no la sudestada. 
  Porque  podíamos sentir el agua en el aire, el perfume del agua que parecía cavar profundamente el pesado telón de vapor para permitirnos respirar. Y porque  la piel ardía, como si un agua viva la rozara con un escalofrío: embebida en esa nube de  aliento  primaveral, nuestra piel recibía las caricias que la sudestada le aplicaba de pronto con las yemas frías de sus remolinos.
   ¿Y entonces? Entonces,   ellos salían de sus casas, no protegidas por las veredas altas,  y acampaban como exploradores alrededor de la gran alcantarilla. Alguien tiene que velar, eso es así. Alguien tiene que estar ahí. Por eso, iban a estar al pie de la redonda filigrana de acero encastrada en el empedrado. Ateridos por el viento y la preocupación. Como vigías abismados en la noche.
     -Y,  ¿cómo viene la cosa? – preguntaba uno.
     -Me parece que el agua va a llegar en cualquier momento –le respondía otro-.
      -Y otro decía: Mejor me voy a casa a levantar  los muebles.
     
   Pero para nosotros, que veníamos de jugar en la arenera y de cazar mariposas en la calle del puerto, silenciosos  y  angustiados porque ese domingo llegaba a su fin, los soplos húmedos  que se desprendían de  la rosa gris del cielo llegaban para salvarnos:

   “Mañana no van a ir al colegio” -decía mamá-.

   Y eso era lo único que  importaba. Sumergirnos, después del baño tibio, en nuestra cama, segura como una isla, buceando en el blanco de infinita inconsciencia de las sábanas limpias,  esperando renacer de esa espumosa crisálida al día siguiente, que no iba a tardar en llegar. 

(Fragmento de un relato inédito.)

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