El tigre, aquel espejo
del
odio y
el espanto.
von Jöcker, siglo XVIII
Fueron siempre
los pájaros los que anduvieron en los patios de mi infancia.
A la claridad del canario se sumó el gritito
entrecortado del calafate, el vuelo diminuto de los bengalíes. Algún mono hubo,
pero fue efímero.
Agregaba mi abuelo
a la magia reinante sus oros de Gran Maestro. Sus libros que, de a poco, fueron
siendo mis pájaros.
Un tío viajó y en
una gran jaula trajo un tigre. Lo aseguraron a una cadena y esperaron que lo
viera.
Su garganta me llamó; aparecí.
El espanto y la maravilla me helaron.
Desde ese día los patios dejaron de ser tales. Fueron
selvas de mármol y mosaicos gastados en donde el terror
habitaba.
Era feliz. Tocaba el
misterio a diario y no desaparecía. Me acostumbré ávidamente a lo extraño.
Cuando alguien ordenó su encierro en el Zoológico, lloré.
Entonces comenzaron mis fugaces visitas; temblaba
cerca de su jaula. Su rugido era música tristísima para mí. Le imploraba a su
memoria de fiera el recuerdo.
El día
en que me fui a despedir de él para siempre me olió, detuvo su andar en
círculos. Una sombra humana le cruzó la mirada. Intenté tocarlo. El griterío
prudente me clavó en el piso.
Pensé
un adiós, suavemente me marché. Más tarde supe de su muerte. Su carne fantástica
se juntó en el polvo a otras carnes.
He crecido. Guardo de mi infancia sus huesos en mi
alma, los libros en mi sangre.
Pero
cuando llegue el fin y me miren los ojos que aún no he visto, pienso que será el
tigre incierto de la locura el que me lleve tanteando a la nada, aquel tigre de
titubeo y delirio del suicidio que en su boca me ahogará
clamando.
O tal vez mi viejo tigre,
rayado por la piedad, quiera devorarme como a un niño.
*De "Fragmentos fantásticos", en Visión de los hijos del mal. Ediciones Argonauta, Buenos Aires.
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