martes, diciembre 28, 2010

Scott Fitzgerald: El Crack up, III


Manéjese con cuidado

Abril de 1936


He hablado en estas páginas de cómo un joven excepcionalmente optimista experimentó el derrumbamiento de todos los valores, una quiebra de la que apenas se enteró hasta mucho después de que se produjera. He relatado el período sucesivo de desolación y de necesidad de seguir, aunque sin el apoyo de las conocidas heroicidades de Henley, tipo: «Mi cabeza está ensangrentada, pero no doblegada”. Pues una revisión de mis responsabilidades espirituales indicaba que yo no tenía una cabeza individual que se doblegara o no. Una vez había tenido corazón, pero eso era casi lo único de lo que podía estar seguro.

Por lo menos había un punto de partida para salir de la ciénaga en la que me revolcaba: «Sentía…, por tanto existía”. En una época u otra había habido muchas personas que me habían respetado, acudían a mí en momentos difíciles o me escribían desde muy lejos, confiando implícitamente en mis consejos y en mi actitud hacia la vida. El más estúpido de los tratantes en chabacanerías o el más desaprensivo Rasputín capaz de influir en el destino de muchas personas, ha de tener cierta personalidad, conque el asunto se convirtió en la búsqueda del porqué y en qué había yo cambiado, dónde estaba la grieta a través de la que, sin yo mismo saberlo, mi entusiasmo y mi vitalidad se habían estado escapando de modo prematuro y constante.

Una noche de cansancio y desesperación hice mi maleta y me fui hasta un lugar situado a más de mil kilómetros para pensar en eso. Tomé una habitación de a dólar en un pueblo triste donde no conocía a nadie y gasté todo el dinero que llevaba encima en un surtido de carne en lata, galletas saladas y manzanas. Pero no me dejen sugerir que el cambio de un mundo más bien lleno de cosas a un relativo ascetismo era una Búsqueda Magnífica —yo sólo quería tranquilidad absoluta para pensar en por qué se había desarrollado en mi una actitud triste hacia la tristeza, una actitud melancólica hacia la melancolía y una actitud trágica hacia la tragedia—, por qué había llegado a identificarme con los objetos de mi horror o compasión.

¿Parece una distinción sutil? No lo es; una identificación semejante supone la muerte de todo logro. Es algo como eso lo que les impide funcionar a los locos. Lenin no soportó voluntariamente los sufrimientos de su proletariado, ni Washington los de sus tropas, ni Dickens los de sus pobres de Londres.

Y cuando Tolstoi intentó tal fusión con los objetos de su interés, resultó algo falso y un fracaso. Menciono estos casos porque son los de los hombres que nos resultan más conocidos.

Era una bruma peligrosa. Cuando Wordsworth decidió que «había muerto una gloria de la tierra», no sintió impulsos de morirse con ella, y Keats, la partícula vehemente, nunca cejó en su lucha contra la tuberculosis, y ni en sus últimos momentos renunció a la esperanza de estar entre los poetas ingleses.

Mi auto inmolación era algo empapado en oscuridad. Resultaba perfectamente evidente que no era moderna, aunque la viera en otros, la viera en una docena de hombres de honor e industria después de la guerra. (Se lo oí a ustedes, pero es demasiado fácil: entre esos hombres había marxistas.) He estado cerca de un famoso contemporáneo mío que jugó con la idea de la Gran Huida durante seis meses, presencié cómo otro, igual de eminente, se paró meses en un manicomio incapaz de soportar ningún tipo de contacto con sus semejantes. Y de los que se rindieron y sucumbieron podría hacer una lista.

Esto me llevó a la idea de que quienes han sobrevivido, han logrado algo así como la fuga total. Se trata de un término muy amplio y no mantiene paralelismo con la fuga de una cárcel cuando uno seguramente se dirige hacia una cárcel nueva o se verá obligado a volver a la de antes. Los famosos «evadirse» o «huir de todo» son una excursión dentro de una trampa, hasta si la trampa incluye a los Mares del Sur, que sólo son para los que quieren pintarlos o navegarlos. Una fuga total es algo de lo que uno no puede recuperarse; es algo irreparable porque el pasado deja de existir. Así, dado que no podía seguir cumpliendo con las obligaciones que me había impuesto la vida o que me había impuesto yo mismo, ¿por qué no romper la cáscara vacía que llevaba cinco años fingiendo que rompía? Debía seguir siendo escritor porque se trataba de mi única manera de vivir, pero debería renunciar a cualquier intento de ser persona, de ser amable, justo o generoso. Había multitud de monedas falsas que pasan por ahí en vez de éstas, y yo sabía dónde las podría conseguir a cinco el dólar. En treinta y nueve años un ojo observador ya ha aprendido a distinguir dónde se agua la leche y se añade arena al azúcar, dónde se pasa una baratija de cristal por un diamante y la escayola por piedra. Ya no habría más entrega de mí mismo, toda entrega quedaría proscrita a partir de entonces y tendría un nuevo nombre, y ese nombre era Derroche.

La decisión hizo que me sintiera exuberante, lo mismo que cualquier cosa que sea a la vez auténtica y nueva. Como una especie de comienzo había todo un montón de cartas que tenía que tirar a la papelera en cuanto volviera a casa, cartas que pedían algo a cambio de nada: leer el manuscrito de éste, conseguir la publicación del poema de aquél, hablar gratis por la radio, hacer notas de presentación, conceder esta entrevista, ayudar en el argumento de esta obra de teatro, en esta situación familiar, llevar a cabo este acto de consideración o caridad.

El sombrero del ilusionista estaba vacío. Sacar cosas de él había sido durante largo tiempo una habilidad manual, y ahora, para cambiar de metáfora, estaba después del nombre final de la lista de ayudas, y para siempre.

La abominable sensación de ímpetu continuaba.

Me sentía como esos hombres con ojos como platos que solía ver en el tren de cercanías de Great Neck quince años atrás, hombres a quienes no preocupaba si el mundo se hundiría en el caos al día siguiente o si sus casas se salvaban. Ahora yo era uno de ellos, alguien con sencillos principios que decían:

«Lo siento, pero los negocios son los negocios.»

0:

«Debería de haberlo pensado mejor antes de meterse en ese lío.»

0:

«No soy la persona indicada para eso.»

Y una sonrisa... ¡Sí, me conseguiré una sonrisa! Todavía estoy trabajando esa sonrisa. Debe combinar las mejores cualidades de un director de hotel, de una vieja comadreja experimentada en sociedad, de un director de colegio en día de visitas, de un ascensorista de color, de un marica marcándose un perfil, de un productor consiguiendo material a mitad del precio de su valor en el mercado, de una experta enfermera al empezar en un nuevo empleo, de una modelo en su primer anuncio, de un extra esperanzado que pasa cerca de la cámara, de una bailarina de ballet con un dedo del pie infectado, y por supuesto, el gran resplandor de amable agrado común a todos los que, desde Washington a Beverly Hills, tienen que existir en virtud de la mueca.

La voz también, estoy trabajando la voz con un profesor. Cuando la haya perfeccionado, la laringe no producirá tono alguno de convicción, exceptuada la convicción de la persona a quien hablo. Dado que su deber principal será el de sonsacar la palabra «sí», mi profesor (un jurista) y yo nos estamos concentrando en eso, pero en horas extra. Estoy aprendiendo a infundirle esa dureza cortés que hace a las personas sentir que, lejos de ser bienvenidas, ni siquiera son toleradas y que en todo momento se hallan bajo constante y mordaz análisis. Tales situaciones, naturalmente, no coincidirán con la sonrisa. Esto lo reservaré exclusivamente para esos de quien no tengo nada que obtener, gente vieja y gastada, o jóvenes que luchan. A ellos no les importará qué diablos—, de todos modos es lo que consiguen la mayor parte de las veces.

Pero basta. No es un asunto frívolo. Si uno de ustedes fuera joven y se le ocurriera escribirme solicitando verme para aprender a ser un lúgubre literato que escribe obras sobre el estado de agotamiento emocional que a menudo se apodera de los escritores en sus comienzos —si fuera usted tan joven y tan fatuo como para hacer eso—, ni me molestaría en acusar recibo de su carta, a no ser que estuviera usted relacionado con alguien muy rico e importante. Y si usted se estuviera muriendo de hambre junto a mi ventana, saldría rápidamente y le sonreiría y diría algo (a no ser que sólo le diera la mano) y me quedaría por allí hasta que alguien sacara una moneda para telefonear a la ambulancia, y eso si es que viera que había en eso algo provechoso para mí.

Por fin ya he llegado a ser sólo un escritor. La persona que persistentemente he intentado ser se convirtió en tal carga que la he «soltado» con tan poco remordimiento como el de una negra que suelta a su hombre el sábado por la noche. Déjese a las buenas personas funcionar como tales, que los médicos tan agobiados de trabajo mueran en servicio activo, con una semana de «vacaciones» al año que pueden dedicar a ocuparse de los asuntos de su familia; y que los médicos con poco trabajo se ocupen de casos de a dólar cada uno; déjese que maten a los soldados para que entren inmediatamente en el Valhala de su profesión. Este es su contrato con los dioses. Un escritor no necesita de semejantes ideales a menos que se los forje para sí mismo, y este escritor ha renunciado. El viejo sueño de ser un hombre completo, en la tradición de Goethe-Byron-Shaw, con un toque norteamericano de opulencia, una especie de combinación de J. P. Morgan, Topham Beauclerk y san Francisco de Asís, ha sido relegado al montón de basura de las hombreras que un día utilizó un joven estudiante en el campo de fútbol de Princeton y de la gorra de ultramar nunca usada en ultramar.

¿Y qué? Esto es lo que ahora pienso: que el estado natural del adulto consciente es una infelicidad específica. También pienso que en un adulto el deseo de ser de mejor fibra de la que es, «un esfuerzo constante» (como dicen los que se ganan el pan diciéndolo), sólo termina por añadirse a esa infelicidad con el fin de nuestra juventud y esperanzas. Mi propia felicidad, en el pasado, a menudo se acercaba a algo así como a un éxtasis que no podía compartir ni siquiera con la persona a la que más quería, sino que tenía que agotarla caminando por tranquilas calles y callejas, y de él sólo quedaban fragmentos que destilar en los renglones de un libro, y creo que mi felicidad, o talento para el autoengaño o lo que se quiera, era una excepción. No era lo natural sino todo lo contrario —tan artificial como la Era de Prosperidad—; y mi experiencia reciente marcha en paralelo con la ola de desesperación que azotó a la nación cuando se terminó la Era de Prosperidad.

Me las arreglaré para vivir con la nueva sabiduría, aunque me haya llevado varios meses estar seguro del hecho. Y lo mismo que el risueño estoicismo que ha permitido al negro norteamericano soportar las condiciones intolerables de su existencia le ha costado su sentido de la verdad, en mi caso hay también un precio que pagar. Ya no me gustan el cartero, ni el tendero, ni el editor, ni el marido de mi prima, y a su vez yo les desagrado a ellos, conque la vida nunca volverá a ser muy agradable, y el letrero de Cave Canem está permanentemente colgado justo encima de mi puerta. No obstante trataré de ser un animal correcto, y si me tiran un hueso con bastante carne, hasta puede que les lama la mano.

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